Estoy tan lejos de mi cuerpo,
noto tanta distancia entre el rostro y el alma,
que a veces me miro en el espejo
y no me veo,
pero me conozco.
Soy frágil y pequeña:
preciso de una mano que acaricie mis decisiones.
Crezco,
pero necesito sostener mi infancia un poco más.
No soy nadie sin el resto
y me asusta saberlo.
Imagínate reconocerlo.
Siempre que escribo sobre mí
termino rizando las pestañas a otras musas:
mi punto débil soy yo misma,
entera.
Soy la aguja de mi pajar.
No quiero saber quién soy.
Soy nadie sin mi hermana.
Soy nadie sin mi madre.
Soy nadie sin mi padre.
Soy nadie
si no sé decírselo.
No sé decírselo
si soy nadie.
Busco que me quieran
pocos,
muy pocos,
por quién soy,
y que la admiración no pase del qué.
Las multitudes me provocan tristeza
y los silencios me paralizan.
Mi inseguridad necesita un espejo cada día
que le recuerde
que el rechazo también es una segunda oportunidad.
Me aterran las penas de las personas que quiero,
me oprimen el pulmón
y me tiran del pelo.
Tengo insertadas en mi garganta
multitud de tristezas ajenas
como agujas del revés
atravesando almohadas.
Cómo no voy a escribir sobre otros
si construyen mi pecho
edificándolo en el infierno.
Cómo voy a superar
la muerte de mis plantas,
de aquel pez que tuve hace unos años,
de aquella tortuga que murió al mes de llevarla a
casa.
Cómo voy a superar
el dolor de mi otro brazo,
la puta injusticia que subraya el azar,
las ausencias consentidas,
esa pena que es un latido constante y silente
y deja ronca a mi cabeza.
Cómo voy a hacerlo
si vivo en una carrera constante con lo que aun no
me ha pasado,
y siempre gano,
y siempre pierdo.
Ven a acariciarme el pelo,
por favor,
que me pesa
demasiado
el corazón
y otra vez acabé besando a otros
después de mirarme en el espejo.